En la antigua Roma
el trabajo se consideraba indigno para los hombres libres. Así cuenta el
filósofo y orador Cicerón que, “son indignos de un hombre libre, y
tienen algo de degradante los oficios por los que se cobra, no por su talento,
sino por el esfuerzo, porque entonces el salario en sí, es el precio de la
servidumbre (…)”.
El trabajo basado
en el esfuerzo se reservaba a los esclavos, considerados en propiedad, como
cosas que no tenían otro derecho salvo el de la vida.
Esta idea del
trabajo, dio un giro de ciento ochenta grados, con la llegada la Revolución Industrial.
Una nueva idea sobre ‘el tiempo’ llevó al enaltecimiento del trabajo y el
menosprecio de las actividades ociosas. "El
tiempo es oro".
El Primero de Mayo, Día Internacional de los Trabajadores, tiene su origen en una huelga histórica iniciada precisamente un 1 de mayo del año 1886, en lucha por una jornada laboral de ocho horas. Se defendía la máxima “ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa". Pese a la promulgación de una Ley que reducía la jornada de 18 horas a 8, ésta no entró en vigor por la oposición de los empresarios. Protestas violentas que se saldaron con policías y huelguistas muertos. El inicio de la contienda un artefacto explosivo lanzado por "no se sabe quién". Cuenta la historia que pudo ser alguien contratado por los dueños del poder político y económico.
Ya han pasado más de
100 años y poco o nada se conoce, se recuerda o se reivindica sobre aquella
epopeya de resistencia y lucha de la clase obrera.
A todos los
efectos, el 1º de Mayo es hoy en día una huelga legal, pacífica, universal y
pagada por las empresas y para todos los trabajadores, incluidos los empleados públicos.
En la última década, por cercanía, algún que otro político,
sentado en su sillón de Secretario de Estado, reconoció en público hace tiempo que
hay funcionarios que tienen poco que hacer y que encima trabajan poco. El
político en cuestión dijo más, fue bastante más allá: “Como no podemos contratar a
nadie a tiempo parcial, contratamos a una persona para que esté ocho horas
sabiendo que va a estar cuatro horas tocándose las narices”;
"Hay que acometer las
reformas necesarias para que no tengamos funcionarios (en los ministerios, en
las consejerías autonómicas, en los ayuntamientos…) tocándose las narices media
jornada y pagados con el dinero de todos. No están los tiempos para tales
despilfarros".
Otros en cambio,
los que aún no disponen de sillón o pueden perderlo, ante los medios de
comunicación nos contaban que "hay
que valorar el trabajo de los empleados públicos, el cual se funda en principios
éticos y reglas de comportamiento de acuerdo con la cultura de lo público";
"Quiero funcionarios que se dediquen a defender a la gente y no a las
empresas".
Hoy, preparados
para un nuevo proceso electoral en "todos los ámbitos", no se lee en
la prensa, o en los programas electorales, nada parecido, ni para bien ni para mal. Ni justo ni injusto, sino todo lo contrario.
Lo que es cierto es
que, por mandato Constitucional, la Administración pública ha de ser
profesional, neutral e imparcial y ello significa que su función reviste una
cierta clase de poder técnico que se relaciona en sus múltiples facetas con su
sometimiento pleno a la ley y el Derecho. Sometimiento que alcanza a todos los
poderes públicos tal como establece la Constitución.
Los políticos, en
especial los partidos políticos, han tratado de restar poder a los
funcionarios, por tanto a la Administración pública, para asumirlo ellos. Así,
es normal que los partidos políticos tengan en sus filas funcionarios públicos
y que en especial traten de “fichar” a los altos funcionarios, para que
contribuyan a asesorarles en general sobre dicha Administración pública, bien
en casos concretos, para ejercer la oposición, bien para obtener información
utilizable políticamente, bien para la confección de sus programas.
Hasta
ahora el círculo del dominio político sobre la estructura administrativa se ha
cerrado, primero, convirtiendo en cargos políticos puestos que deberían ser
simplemente funcionariales, cambiando pues el sistema de nombramiento y
eludiendo el mérito y la capacidad, segundo, clasificando como de libre
designación los niveles superior e intermedio de los puestos funcionariales y
haciendo depender a los funcionarios, en su carrera y retribución, de las
decisiones del cargo político y, por ello, obligando sutilmente a que decida o informe
conforme al interés del grupo político en el poder, y, tercero con la
“externalización”; es decir, encomendando a empresas privadas estudios,
proyectos, resoluciones y gestiones propias de los funcionarios públicos,
mediante contratos. Empresas que hacen lo que se les pide o incluso que se
crean especialmente para la ocasión, con la garantía política de resultar
adjudicatarias del contrato o, en su caso subvención.
Resumiendo
la situación; durante años, y en un sistema ya considerado democrático, se ha
configurado una Administración pública politizada por un gran número de cargos
políticos en su estructura y cuya cúpula funcionarial es de libre designación,
en parte fiel a un partido o, simplemente, educada en la supervivencia y no en
el mérito.
Insistiendo en la
necesidad de seguir reivindicando nuestra situación como empleados públicos “en
la vida no suele haber soluciones, sino más bien fuerzas en marcha, son éstas
las que hay que crear para que las soluciones lleguen”. Antoine De Saint-Exupery.